Los juguetes preferidos de los niños
Nos sigue sorprendiendo como las cosas más sencillas son las que acaban divirtiendo a los niños. Los juguetes preferidos de los niños tienden a ser los objetos más imprevistos. Porque pueden tener millones de juguetes y acabar dedicando horas a jugar con el objeto más simple.
Es cierto que los pequeños pasan cada vez más tiempo pegados a una pantalla y es tarea de los educadores estimular el desarrollo emocional con objetos que a través de la observación, la manipulación y la experimentación ayuden a fomentar la imaginación.
La sobre exposición a pantallas, como ya hemos dicho en muchas ocasiones, puede generar problemas de déficit de atención y aislamiento social que debemos intentar minimizar de la mejor manera posible.
No es tanto una cuestión de demonizar la tecnología, si no todo lo contrario. Sabemos que es imprescindible en nuestros días, pero debemos dosificar su uso sobre todo entre los más pequeños para evitar problemas futuros.
Muchos recordaran el niño del anuncio que gritaba de felicidad «¡¡un palo!!», al ver su regalo. Recordé entonces una historia que leí de niña y que refleja perfectamente el valor de la imaginación y que no siempre el regalo más caro es el más divertido. Y es que los juguetes preferidos de los niños no siempre tienen que ver con la tecnología. Porque el que tiene imaginación fácilmente saca de la nada un mundo.
Una cinta de dos palmos y pico
Autor: Juan Farias
En aquel pueblo, como en todos los pueblos, había niños ricos y pobres.
Uno de los niños ricos, cumplió años y le regalaron muchas cosas: un caballo de madera, seis pares de calcetines blancos, una caja de lápices y tres horas diarias para hacer lo que quisiera.
Durante los diez primeros minutos el niño rico miró todo con indiferencia. Empleó otros diez minutos en hacer rayas por las paredes. Otros diez minutos en arrancarle una oreja al caballo.
Y otros diez en dejar sin minutos las tres horas libres. Esta última maldad fue haciéndola minuto a minuto, despacio, aburrido, por hacer algo sin hacer nada.
Al deshacer los paquetes, más aburrido que impaciente, había tirado por la ventana la cinta azul con que venía amarrada la caja de lápices, una cinta como de dos palmos, de un dedo de ancha, de un azul fiesta, brillante.
La cinta fue a dar a la calle, a los pies de Juan Lanas, un niño despierto, de ojos asombrados, pies descalzos y hambre suficiente para cuatro.
Juan Lanas pensó que aquello era un regalo maravilloso, pensó que era lo más maravilloso que le había ocurrido en la última semana y en la que estaba pasando y seguramente en la que iba a empezar.
Pensó que era la cinta con la que se amarran las botellas de champaña a la hora de bautizar los maravillosos barcos que dan la vuelta al mundo. Pensó que era la alfombra que usaron los liliputienses el día que se bautizó al hijo del Rey. Pensó que sería un bonito lazo para el pelo de su madre si su madre viviese. Pensó que haría muy bonito en el cuello de su hermana si tuviera una hermana. Pensó que le gustaría usarla para pasear a su perro si era capaz de encontrar a ese golfo de Cisco, sin rabo y tan viejo. Pensó que no estaría mal para sujetar por el cuello a la tortuga que quería tener.
Pensó, al fin, que podía ser un fajín de general.
Y pensándolo empezó a desfilar al frente de sus soldados, todos con plumero, todos con espada.
Los que lo vieron pasar pensaron que era un niño seguido de nadie. Y al poco rato un niño seguido de un perro sin rabo.
Pero Juan Lanas sabía que el perro era su mascota, que los soldados pasaban de siete, que era todo lo que Juan Lanas podía contar sin equivocarse.
Y mientras Juan Lanas desfilaba, el niño rico se aburría.